Trump asegura que Puerto Rico es una «isla flotante de basura»
«Literalmente, hay una isla de basura flotando en el medio del océano ahora mismo. Creo que la llaman Puerto Rico». Eran las cuatro menos veinticinco de una soleada y fría tarde de otoño, las gradas más altas del Madison Square Garden neoyorkino todavía no se habían llenado, y miles de personas seguían haciendo pacientemente cola para asistir al ‘megamitin’ de Donald Trump cuando el humorista Kill Tony empezó a calentar a la audiencia. Su frase fue recibida con pitidos. A la gente no le hizo gracia.
Sí había caído mejor la que había lanzado un minuto antes. «A los latinos les encanta hacer bebés. No hacen la ‘marcha atrás’. Van hasta el fondo. Justo igual que lo que hacen con nuestro país», dijo Kill Tony, cuyo verdadero nombre es Tony Hinchcliffe. El tono y las formas del mitin de Trump en Nueva York estaba, ya, fijado.
Lo que siguieron fueron unas siete horas de discursos que, verdaderamente, se convirtieron en el equivalente de una segunda Convención Republicana. La plana mayor del partido, encabezada por el presidente de la Cámara de Representantes y líder de la facción evangélica republicana, se mezcló sin problemas con estrellas de la farándula, encabezadas por ‘Hulk’ Hogan, en la Convención había marcado uno de los momentos políticamente más sofisticados de lo que llevamos del siglo XXI cuando, presa de la excitación, se arrancó su camiseta al presentar a Donald Trump. En esta ocasión, la más emocionada fue Alina Habba, la abogada de Trump en el juicio por agresión sexual de éste contra la periodista E. Jean Carroll, que se saldó con una sentencia, recurrida, de varios cientos de millones de dólares contra el ex presidente. Abba, en el escenario, estaba tan emocionada que se puso a bailar.
El Doctor Phil, un médico de la televisión que lleva décadas en la cresta de la ola, también subió al estrado a apoyar a Trump. Lo mismo que los dos hijos varones de éste, Don ‘junior’ y Eric, acompañados de sus respectivas esposa -Lara, a la que Trump ha puesto de presidenta del Comité Nacional Republicano, y Kimberly- y, por supuesto, el empresario Elon Musk y el comentarista televisivo y defensor de la invasión rusa de Ucrania, Tucker Carlson.
Faltó Ivanka Trump, la hija mayor del ex presidente. Pero estuvo Melania, su esposa, que solo había participado hasta ahora en un acto de campaña, precisamente en la Convención, y de la que se dice que tiene una relación tirando a ártica con su marido, después de que este año las infidelidades de éste hayan sido cosa juzgada en un tribunal situado a pocos kilómetros del lugar del mitin de ayer.
El acto estaba claramente planteado como una Convención ‘redux’, en medio de un creciente clima de euforia republicana ante lo que consideran una probable victoria de su candidato -y, posiblemente, también una mayoría en las dos cámaras del legislativo- el martes de la semana que viene. El mensaje, muy duro. Claramente, a Trump no le importaba que se trazaran paralelismos envenenados, como hizo Hillary Clinton el sábado, entre este mitin y el que celebraron los neonazis en el Madison Square Garden en 1939, cuando también abarrotaron el recinto. Con la clase política estadounidense enzarzada en una disputa acerca de si a Trump se le puede aplicar el calificativo de «fascista», en especial después de que expresara su admiración por los generales de Adolf Hitler y lamentara que él no había tenido ninguna a sus órdenes en la Casa Blanca, cualquier otro político hubiera huido del peligro de establecer un paralelismo. Pero Trump es diferente. Y así es como ha llegado a donde está.
Los oradores tenían tiempos muy cortos y, entre uno y otro, sonaba música. El Madison Square Garden, que tiene capacidad para unas 20.000 personas, se llevó hasta la bandera. Varios miles de personas se tuvieron que ir a casa por falta de sitio. Incluso en una ciudad en la que va a perder las elecciones por goleada, Donald Trump arrastra a seguidores tan fieles que algunos ya habían empezado a montar guardia a las doce de la noche, exactamente 14 horas antes del inicio del evento. Había rumores de autobuses fletados por Trump para llevar a sus seguidores, algo que ya hizo, con una desorganización catastrófica, en su reciente mitin en Coachella, en California, pero este periodista solo vio a neoyorkinos de pura cepa, muchos de clase media y media-alta, con una gran presencia de jóvenes y de minorías, en especial asiáticos e hispanos.
El tono del mitin lo marcó Killer Tony. La xenofobia fue una de las claves, algo que no es sorprendente en una campaña que lo ha fiado todo al ataque a los inmigrantes, y que, además, está viendo cómo esa estrategia funciona. Un 30% de los estadounidenses coinciden con Trump en que los inmigrantes «están envenenando la sangre de nuestro país», según un sondeo publicado por la web política Axios. Hace poco, el ex presidente insistió en el tema al declarar que la inmigración «está reduciendo el coeficiente intelectual del país». El problema queda para los políticas republicanos de Florida, incluyendo al muy trumpista Rock Scott, que afronta una complicada reelección al Senado, y que no han visto con buenos ojos que nadie se refiera a la isla de Puerto Rico, de la que procede una parte de sus votantes, como «basura».
Simbolismo
Probablemente, para el candidato, estar en el Madison Square Garden tuviera más que ver con su fascinación con el mundo del espectáculo que con la política. Trump no va a ganar en Nueva York. Pero el evento tenía el simbolismo de cerrar la campaña en uno de los lugares emblemáticos de Nueva York. Tampoco va a ganar el California, y hace justo dos semanas dio otro mitin en Coachella, donde se celebra el festival de rock y pop más famoso del mundo. De Coachella al Madison Square Garden es algo que, para una persona que siempre ha tenido fijación con las ‘celebrities’, como Trump, puede tener simbolismo.
Para su base, el evento fue un regalo. Aunque algunos medios de comunicación, como el ‘New York Times’ se rasgaron las vestiduras ante lo que se dijo en el ‘Garden’, como se conoce coloquialmente al recinto, la retórica, con la excepción de la referencia a Puerto Rico, fue la normal en un evento de Trump. También la lealtad de su público. Las colas para entrar eran de cinco horas. Trump empezó a hablar con dos horas y media de retraso. Cuando acabó todo, la gente llevaba sietre horas escuchando discursos, más cuatro o cinco de cola. Su comportamiento fue, en todo momento, impecable.
Los asistentes no eran obreros industriales que se sienten marginados. Eran gente como Tom, un médico jubilado de 68 años de edad, que estaba con su mujer, Mary, con la que vive a solo dos bloques del Madison Square Garden. Tom es un inmigrante. Nació en Grecia y llegó a Estados Unidos cuando tenía diez años. En su patria de acogida, se benefició de las ayudas del Estado y fue admitido con una beca en la muy prestigiosa Universidad de Columbia. Ahora, jubilado, su mayor pasión es viajar. Su esposa lo lleva más lejos. «Todavía me queda todo por ver», comentaba, mientras describía en detalle los pueblos y ciudades de España.
Los médicos en EEUU tienen un nivel de ingresos y una consideración social altísimos (sirva como referencia que una enfermera de Urgencias en Nueva York cobra fácilmente 200.000 dólares brutos anuales). Así que Tom y Mary no eran parte de la «ansiedad económica» que se han inventado algunos para explicar el auge del heterodoxo conservadurismo de Trump.
«No me gusta cómo es el país ahora», decía, mientras apuntalaba sus argumentos con un razonamiento que incluía la inflación -el punto más débil de Biden y Harris- la desaparición de la clase media, que cada día es más pobre, y conceptos más ambiguos, del estilo «no reconozco a Estados Unidos». Ese terreno se hacía especialmente resbaladizo al entrar en su preocupación número uno: la inmigración.
«Tenemos una casa de fin de semana en Long Island y está lleno de inmigrantes», comentaba. Ahora bien, esos inmigrantes «trabajan, son honrados, mandan a sus hijos al colegio, no son delincuentes». ¿Cuál es el problema, entonces? «Son demasiados». ¿Cuál sería el número adecuado? «No lo sé». ¿Deberían beneficiarse de becas como la que le permitió a Tom ir a Columbia? «Desde luego, pero no quiero mencionar la palabra ‘Columbia’ después de los disturbios contra la guerra de Gaza y contra Israel de la primavera pasada».
Tom y Mary reflejaban en gran parte el sentimiento del Madison Square Garden. Como también lo hacía la venezolana Karla, de 55 años, que, decía, «hay que evitar que Kamala, que es una marxista, convierta a Estados Unidos en lo que ahora es mi país, y en lo que está empezando a transformarse California, que es donde ella hizo su carrera política». Ahora bien, California es el estado en el que están cuatro de las siete empresas que más valen del mundo: Apple, Nvidia, Alphabet (Google), y Meta, y el esposo de Harris, Doug Emhoff, es uno de los socios del tercer mayor bufete de abogados del mundo, DLA Piper. ¿No es extraño que el marxismo avance en el estado que tiene a todos esos monstruos empresariales? «No», replicaba Karen, segura de sí misma. «Ésas, esas empresas ya son marxistas. Marxistas culturales, pero marxistas», concluía.
Otros veían a Trump más como una oportunidad para cambiar el mundo y aumentar la riqueza que como un bastión contra la inmigración o el comunismo. Ése era Josh, que parecía la idea platónica de un ‘cripto bro’, o sea, un joven ambicioso, heredero de la masculinidad ‘tradicional’, que se quiere comer el mundo a base de bitcoins. Con una barba recortada, gafas de sol a pesar de que estaba a la sombra cuando habló con EL MUNDO y jersey-cazadora de camuflaje, podría ser el doble de Don Trump ‘junior’. Josh llevaba las zapatillas de deporte doradas de Trump, que salieron a la venta por 400 dólares aunque ahora solo cuestan 200, aunque él dejaba claro que «yo las compré cuando eran caras».
Para Josh y sus amigos «Trump cree en el cripto, y el cripto va a abrir una nueva era que nos va a liberar de los bancos centrales. Si los Estados no tienen poder para controlar el flujo de dinero, tampoco lo van a tener para imponernos su corrección política», concluía. A su lado, su novia, Sierra, asentía. «Trump es libertad, y libertad es progreso».